Por Cristina Sen
Le Gafreh es un centro de reciclaje de bolsas de plástico que nació del hartazgo de una mujer africana. Haoua veía cómo sus animales morían por la ingestión de las malditas bolsas que decoraban el paisaje, los árboles, las calles de Bobo Dioulasso (Burkina Faso). Cansada de la marea plástica, las empezó a recoger para darles un nuevo uso, su iniciativa recibió ayuda de la cooperación internacional y montó un equipo con otras seis mujeres. El proyecto ha ido creciendo y hoy son unas 5.000 mujeres implicadas en recoger, lavar, tejer, hacer ganchillo y costura a partir de las bolsas. De allí salen bolsos, monederos, fundas de móvil, llaveros o mesas que, evidentemente, comercializan.
Bibiane Tuina, del centro Le Grafreh, estuvo hace unos días en Barcelona acompañando a Pablo Guerra, profesor de Derecho en la Universidad de la República (Uruguay) y experto en economía solidaria, en la presentación de una publicación (Mirades globals per un altra economia) cuyo objetivo es dar visibilidad a un tipo de economía diferente, más allá de revoluciones y romanticismos. “Entre un 10% y un 15% de la economía generada por las empresas a escala mundial ya proviene de la economía social -cuya figura más reconocida es la de la cooperativa- incluso en términos de PIB, y el objetivo es que vaya ganando peso”.
Pablo Guerra, uno de sus grandes teóricos y propulsores, exhibe una buena dosis de pragmatismo y realismo a la hora de analizar este modelo económico que intenta abrirse paso. “Queremos que gane peso -reitera- pero no con el ánimo de que el resto de modelos no existan. Para mí, el modelo plural es el más adecuado, la convivencia entre el capitalismo, el Estado y el cooperativismo, siempre que puedan vivir en pie de igualdad”.
La economía social y solidaria se autodefine por tener como prioridad a las personas, el medio ambiente y el desarrollo sostenible. No busca el lucro sino una producción acorde con las necesidades humanas y el bien común, entendido como el interés general. Además de las cooperativas, hay empresas recuperadas, comunidades de trabajo, comercio justo, ahorro ético… Un tipo de economía que se ha fraguado en la denominada sociedad “occidental” sobre todo como una respuesta a la crisis económica, social y medioambiental. “Se trata también de demostrar -señala Pablo Guerra- que esto no es sólo algo hippy y sesentista. Algunas son experiencias difíciles y es evidente que ha de haber un análisis previo, un plan de negocios, una profesionalidad”. La realidad, dice, es que la ciencia económica y social ya reconoce la emergencia de esta alternativa.
En América Latina y en África este modelo económico se originó en ambientes populares y no como una protesta alternativa sino como una estrategia de supervivencia. Según los datos que ofrece la organización española Setem, existen actualmente 755.000 cooperativas -base de la economía social- en 100 países del mundo, que agrupan a unos 775 millones de personas (12% de la población mundial) y dan trabajo a 100 millones.
La publicación realizada por Setem (federación de diez oenegés de solidaridad internacional) recoge quince experiencias exitosas, aunque, como dice Guerra, la economía solidaria “no es para todos”. El concepto mismo de cooperativa significa una organización horizontal que no permite la emergencia de cúpulas y liderazgos, en la que la toma de decisiones es absolutamente democrática, lo que muchas veces ralentiza los proyectos. Asimismo, la redistribución de las ganancias aspira a ser equitativa.
No es para todo el mundo, señala Guerra, que regresa a la idea de la convivencia de modelos. El capitalismo, dice, tiene una gran capacidad de generar riqueza, cosa que el Estado hace más lentamente. Y la economía solidaria tiene fuerza redistribuidora y es importante para la protección del medio ambiente. La redistribución de la riqueza adquiere relevancia en un momento de debilitamiento de los estados.
De Le Gafreh salen cada año 20.000 kilos de bolsas recicladas pero también ofrece una remuneración justa para las mujeres en un país con una estructura fuertemente patriarcal y formarlas para que conozcan sus derechos. El 87% de las mujeres de Burkina Faso son analfabetas, y se lucha por su reconocimiento social. LaVanguardia.com