Por Esther Vivas*
El actual modelo de producción agrícola y ganadero industrial contribuye a profundizar en la crisis ecológica global con un impacto directo en la generación de cambio climático. Aunque a primera vista no lo parezca, la agroindustria es una de las principales fuentes de emisión de gases de efecto invernadero.
Así lo ha puesto de relieve la campaña No te comas el mundo, en el marco de las movilizaciones de estos días en motivo de la reunión de las Naciones Unidas en Barcelona sobre cambio climático, previa a la crucial cumbre de Copenhague (COP15) en diciembre donde debe aprobarse un nuevo tratado que sustituya al de Kyoto.
Según la campaña, entre un 44 y un 57% de las emisiones de gases de efecto invernadero son provocadas por el actual modelo de producción, distribución y consumo de alimentos. Una cifra resultado de sumar las emisiones de las actividades estrictamente agrícolas (11-15%), de la deforestación (15-18%), del procesamiento, transporte y refrigeración de los alimentos (15-20%) y de los residuos orgánicos (3-4%).
Y es que no podemos olvidar los elementos que caracterizan a este sistema de producción de alimentos: intensivo, industrial, kilométrico, deslocalizado y petrodependiente. Veámoslo en detalle. Intensivo, porque lleva a cabo una sobre-explotación de los suelos y de los recursos naturales que acaba generando la liberación de gases de efecto invernadero por parte de bosques, campos de cultivo y pastos. Al anteponer la productividad, por delante del cuidado del medio ambiente y la regeneración de la tierra, se rompe el equilibrio mediante el cual los suelos capturan y almacenan carbono, contribuyendo a la estabilidad climática.
Industrial, porque consiste en un modelo de producción mecanizado, con uso de agroquímicos, monocultivos, etc. La utilización de grandes tractores para labrar la tierra y procesar la comida contribuye a la liberación de más CO2. Los fertilizantes químicos utilizados en la agricultura y en la ganadería moderna generan una importante cantidad de óxido nitroso, una de las principales fuentes de emisión de gases de efecto invernadero. Asimismo, la quema de bosques, selvas… para convertirlos en pastos o monocultivos acaba afectando gravemente a la biodiversidad y contribuye a la liberación masiva de carbono.
Kilométrico y petrodependiente, porque se trata de una producción de mercancías deslocalizada en búsqueda de la mano de obra más barata y de la legislación medioambiental más laxa. Los alimentos que consumimos recorren miles de kilómetros antes de llegar a nuestra mesa con el consiguiente impacto medioambiental. Se calcula que en la actualidad, la mayor parte de los alimentos viajan entre 2.500 y 4.000 kilómetros antes de ser consumidos, un 25% más que en 1980. Nos encontramos ante una situación totalmente insostenible donde, por ejemplo, la energía para mandar unas lechugas de Almería a Holanda es tres veces superior a la utilizada para cultivarlas, a la vez que consumimos alimentos que provienen de la otra punta del mundo cuando muchos de éstos se cultivan también a nivel local.
La ganadería industrial es otro de los principales generadores de gases de efecto invernadero y su avance ha significado una mayor deforestación con un 26% de la superficie terrestre dedicada a pastos y el 33% a la producción de grano para piensos. Sus porcentajes de emisión equivalen al 9% de las emisiones de CO2 (principalmente por deforestación), el 37% de las de metano (por la digestión de los rumiantes) y el 65% del óxido nitroso (por el estiércol).
Este modelo de alimentación kilométrica y viajera, así como el alto uso de agroquímicos derivados del petróleo, implica una fuerte dependencia de los recursos fósiles. En consecuencia, en la medida en que el modelo productivo agrícola y ganadero industrial depende fuertemente del petróleo, la crisis alimentaria, la crisis energética y la crisis climática están íntimamente relacionadas.
Pero a pesar de estos datos, podemos parar el cambio climático y la agricultura campesina, local y agroecológica, como señala el centro de investigación GRAIN, puede contribuir de forma determinante a ello. Se trata de devolverle a la tierra la materia orgánica que se le ha quitado, después de que la revolución verde haya agotado los suelos con el uso intensivo de fertilizantes químicos, pesticidas, etc. Para hacerlo, hace falta apostar por técnicas agrícolas sostenibles que pueden aumentar gradualmente la materia orgánica de la tierra en un 2% en un periodo de cincuenta años, restituyendo el porcentaje eliminado desde la década de los 60.
Es necesario apostar por un modelo de producción diversificado, incorporando praderas y abono verde, integrando de nuevo la producción animal en el cultivo agrícola, con árboles y plantas silvestres, así como promover circuitos cortos de comercialización y la venta directa en mercados locales. Con estas prácticas, se calcula que sería posible capturar hasta 2/3 del actual exceso de CO2 en la atmósfera. El movimiento internacional de La Vía Campesina lo tiene claro cuando señala que “la agricultura campesina puede enfriar el planeta”.
Asimismo, hay que denunciar las falsas soluciones del capitalismo verde al cambio climático como la energía nuclear, los agrocombustibles u otras, así como los lobbies empresariales que buscan mercantilizar el tratado de Copenhague. Desde distintos movimientos sociales se exige “justicia climática”, frente a los mecanismos de mercado incorporados en el protocolo de Kyoto y que tendrán continuidad en Copenhague. Una justicia climática que debe ir a la par con la “justicia social”, ligando la lucha contra la crisis ecológica global con el combate contra la crisis económica que afecta a amplios sectores populares, en base a una perspectiva anticapitalista y ecosocialista. Para que el clima no cambie, hay que cambiar el mundo.
*Esther Vivas es autora “Del campo al plato” (Icaria, 2009). Artículo publicado en Público, 03/11/09.